La identidad del paisaje natural en sí mismo reside en la coherencia de sus elementos sabiamente entretejidos por la naturaleza. La identidad del paisaje cultural es más compleja, pues se construye no solamente con la relación de elementos entre sí, sino primordialmente con la manera como los efectos de la acción humana se superponen o entrelazan con el medio primigenio, formando al individuo, definiendo el carácter de quienes cotidiana e ineludiblemente lo perciben, lo cual es válido no solo en relación con el paisaje natural, sino también con el paisaje construido, ya que primero las personas construyen la ciudad y los edificios; luego la ciudad construye a las personas.
El paisaje es una convención que varía de una cultura a otra y, también, de una época a otra. En consecuencia, como ha mostrado Augustin Berque el paisaje ni ha existido siempre ni existe en todas las culturas (Berque, 1994). En cuanto producto intelectual, el paisaje es algo que se elabora a partir de «lo que se ve» al contemplar un territorio, un país, palabra de la que deriva pais-aje que, en un principio, significaba «lo que se ve en un país». El paisaje es, por tanto, algo subjetivo, es «lo que se ve», no «lo que existe». Se trata de una interpretación que se realiza sobre una realidad, el territorio, que viene determinada por la morfología de sus elementos físicos, que son objetivos, pero en la que intervienen factores estéticos, que le unen a categorías como la belleza, lo sublime, lo maravilloso y lo pintoresco, y a factores emocionales, que tienen que ver con la formación cultural y con los estados de ánimo de quienes contemplan.
Fuentes:
Paisaje e identidad cultural, Gloria Aponte Garcia